Este pequeño artículo tiene como objetivo analizar la posición del derecho penal frente al derecho humano de la libertad de expresión y manifestación partiendo de la visión del tratadista Antony Duff. El tema abordado se tratará de concretar en un ejemplo práctico: las marchas de octubre del año 2019, suscitadas por el alza de los combustibles decretadas[1] por el Gobierno Nacional.
Si bien los organismos internacionales que rigen a los países del mundo han reconocido como derecho humano y fundamental a la libertad de expresión y manifestación, este reconocimiento es un encargo hacia los Estados y sus gobernantes para que, a través de sus instituciones, acoplen las Leyes que van a regir determinada sociedad al respeto y protección de estas atribuciones fundamentales. En la materia que nos ocupa, acoplar la normativa que mas restringe los derechos y libertades de los ciudadanos, el ius puniendi, al derecho a la libertad de expresión y manifestación.
Duff se enfoca en desafiar dos visiones predominantes que han estado en la reflexión penal. El retributivismo y el consecuencialismo[2]. El catedrático norteamericano se suma a la teoría retributivista, misma que analiza la falta cometida por un individuo y con los elementos de este acto, reprochar al autor.
Paralelamente, analizando las consecuencias que puede tener sobre el infractor el aplicar una pena determinada, Duff desafía esta postura en el sentido de proponer mirar al futuro a través de la sanción, pensando en que la misma puede servir para que el individuo recapacite sobre su acto.
Debido al decreto mencionado al inicio de este artículo, varios movimientos sociales, sector público y parte del sector privado marcharon en protesta de esta medida, ejerciendo su derecho humano y constitucional a la libertad de manifestación y con ello de expresión.
Ahora, ante los resultados de la marcha y bajo una perspectiva retributiva como la que propone el autor, es necesario diferenciar hasta dónde una protesta pública o marcha, puede ser criminalizada, considerando que son formas de ejecución del derecho a la libertad de expresión misma que se manifiesta a través de palabras y actos.
En las marchas de octubre del 2019, se presenció una gran cantidad de personas movilizándose a la capital para protestar las medidas del gobierno. La reacción del Estado frente a estas movilizaciones fue subiendo de tono sustancialmente. Así, en ciertos momentos pudimos ser testigos de que no existió respeto hacia mujeres, jóvenes, hombres, niños y ancianos que se encontraban marchando pacíficamente.
El problema se vuelve más complejo cuando, durante el desarrollo de las marchas, se puede constatar que, entre los participantes de la marcha formada por jóvenes, indígenas, trabajadores, sector empresarial; también estaban camuflados, escondidos y disfrazados de manifestantes, personas que actúan con motivos distintos al ejercicio de un derecho constitucional, siendo ya, actos de violencia, desestabilización, miedo, agresiones, etc.
Sin embargo, esta situación que considero es un riesgo latente de cualquier acto de protesta, debió ser detectada y prevenida a tiempo por las instituciones del Estado. Lamentablemente, no es sólo que se lo detectó a tiempo, sino que también dejó en duda la postura y respeto a derechos fundamentales por parte del Estado.
En la realidad, las decisiones tomadas parecen estar lejos del reconocimiento de un derecho constitucional. Esto se concluye por dos puntos clave: En un primer momento, evidenciar la falta de capacidad del Estado de identificar a este grupo de personas ajenas a la marcha y procesarlas por su comportamiento, es decir, realizar un verdadero acto de retribución. Segundo, el Estado se “equivocó” al señalar como los manifestantes violentos a toda la marcha y no a una parte de esta. Ello incluso generó el intento de procesar a ciudadanos no relacionados con los actos vandálicos, criminalizando de esta manera, una atribución fundamental de las personas: la protesta.
Así, se pudo ver como la marcha en cuestión de días cambió de intensidad, la irresponsable acción de la Policía Nacional ocasionó ira y frustración en los manifestantes, ya que las fuerzas del orden con bombas lacrimógenas atacaron, por ejemplo, los patios de la Universidad Católica y Universidad Salesiana de Quito, lugar donde se encontraban parte de los manifestantes vulnerables, principalmente: niños, ancianos, mujeres embarazadas que habían llegado de provincia y que estaban refugiándose en estas casas de estudios.
Ahora, el ejercicio del retribucionismo en las marchas, con o sin racionalidad, no se puede analizar, incluso de aquellos que realizaron la protesta de forma violenta, sin agregar al problema las acciones que realizó el Estado, ya no sólo con una medida que fue considerada injusta por la comunidad, sino a través de una ilegítima represión.
En este caso, en un primer momento el Estado impuso una medida que generó descontento ciudadano y con ello el ánimo de protesta. Es decir, las manifestaciones fueron la consecuencia sobre una medida que generó un descontento en un amplio sector de la ciudadanía, del verdadero mandante. Esta inconformidad genera las marchas y en respuesta a esto, el Estado ejerció de forma desmedida el uso de la fuerza y la aplicó en contra de los mas débiles y vulnerables, atacando un lugar que servía de refugio, conociendo esta circunstancia y confundiendo indistintamente al protestante y al violento.
Desde esta perspectiva, la interrogante gira alrededor de: ¿Si el Estado toma decisiones que afectan a la ciudadanía, le puede reprochar por protestar? Ahora, si además la respuesta del estado es con violencia, indudablemente esto ocasionó que la ciudadanía que se encontraba protestando pacíficamente, transforme su discurso de crítica y queja hacia una medida injusta, en una batalla campal que terminó con la destrucción de cientos de bienes públicos: se incendió el edificio de la Contraloría General del Estado, se destruyó parte del centro histórico de Quito, Patrimonio Cultural de la Humanidad; se empezó a secuestrar al personal policial para exigir el levantamiento de la medida, en fin; un conjunto de malas decisiones por parte del Estado generó que se vulneren derechos fundamentales y se mal use el poder del derecho penal, causando a su vez, una reacción en el mismo nivel de violencia por parte de la ciudadanía. Entonces, una nueva interrogante, ¿Puede el Estado reprochar a un ciudadano por actuar de forma violenta en respuesta a su propia violencia?
Dentro de una sociedad como la ecuatoriana, existen muchas tensiones entre la democracia, la igualdad de los ciudadanos frente a la ley y el derecho penal como fuente de coerción y orden público. Lo cierto es que, si el mismo Estado no es suficiente para garantizar derechos ciudadanos y actúa con violencia, poco se podría exigir a sus ciudadanos. Si bien los derechos y las libertades son reguladas por el Estado a través de sus instituciones (Fiscalía, Jueces) que buscan garantizar a la ciudadanía principios como: el debido proceso, la seguridad jurídica, el respeto de las libertades y la igualdad de todos frente a la Ley, en el Ecuador, como en muchos otros países de Latinoamérica y del mundo, el derecho penal, en ocasiones, termina siendo un arma que se usa desmesuradamente y termina deslegitimando la misma existencia del contrato social.
[1] Decreto Ejecutivo 883
[2] DUFF, R. Antony (2003) Pag 55.
Ab. Jaime Charry Dávalos.