En octubre de 2019, el Ecuador vivió una ola de manifestaciones a nivel nacional que llegó a extenderse por más de 10 días y que fue encabezada principalmente por movimientos indígenas. A través de la paralización como consecuencia de una serie de medidas anunciadas por el gobierno central, la ciudadanía exigía el respeto a sus derechos previamente adquiridos. En aquel entonces, aún era estudiante de la Facultad de Derecho en una universidad de la capital.

 Los actores activos de estas movilizaciones se concentraban en puntos estratégicos de la capital y de otras regiones del país, lo que dificultaba significativamente el tránsito y la libre circulación de la ciudadanía en general. Con el paso de los días, la situación en las calles se volvió cada vez más caótica. Algunos grupos criminales aprovecharon este escenario para cometer diversos actos delictivos, lo que incrementó el clima de tensión e incertidumbre en el país.

Fue en ese contexto que tomé la decisión de emprender un recorrido a pie desde la capital hasta la ciudad de Ibarra, mi lugar de residencia principal, trayecto que tiene una distancia aproximada de 120 kilómetros. No era la única persona que lo había decidido, eran cientos de personas caminando en las autopistas en dirección a sus hogares. Durante el trayecto, y gracias al tiempo disponible para la introspección, surgió en mí una pregunta que marcaría el inicio de una reflexión más profunda: ¿el ejercicio de un derecho puede convertirse en un delito? Este cuestionamiento será el eje central del análisis que desarrollaré en las siguientes líneas.

A modo de introducción para el tema que abordaré, es importante que el lector y todas las autoridades judiciales y no judiciales que ejercen sus funciones dentro de la esfera del derecho penal e incluso abogados en libre ejercicio, recuerden que el Ecuador es un Estado constitucional de derechos y justicia social, así lo reconoce ya nuestra Constitución.

En función de aquellas características de las que resulta dotado esta república, es legítima la protesta popular de la ciudadanía que exprese la inconformidad con la administración del Estado. Varias han sido las ocasiones en las que los ciudadanos de diferentes sectores han salido a las calles a ejercer su derecho a la resistencia como en el ejemplo citado, derecho que es reconocido por nuestra carta suprema en su artículo 98: “(…) Los individuos y los colectivos podrán ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales, y demandar el reconocimiento de nuevos derechos. (…)”.

 Sin embargo, pese a su reconocimiento constitucional y también social como medio de protesta frente a desigualdades incluso sistemáticas, no pocas han sido las ocasiones en las que su ejercicio ha sido criminalizado, pretendiendo que el derecho penal sea usado como herramienta de disuasión frente a movilizaciones legítimas. Con el temor que implica enfrentar las consecuencias de la acción penal, los ciudadanos buscan claridad. Suya es la consigna de que el principio de legalidad debe respetarse y por las graves consecuencias que acarrea, no se puede desear menos, sin embargo, no muchas veces este deseo es escuchado.

 Insuficiencia de la protesta social pacífica y su criminalización:

 El derecho a la resistencia es amplio por su naturaleza, pues permite en conexión con la libertad de expresión, la marcha pacífica, los plantones, la reunión, la ocupación simbólica de espacios públicos, la difusión por canales incluso digitales, los discursos y consignas, entre otras; resistir a las acciones u omisiones que atentan o que podrían atentar en contra de los derechos fundamentales de la ciudadanía.

 El conjunto de estas acciones pacíficas en un verdadero Estado constitucional de derechos y de justicia social serían un mecanismo idóneo y más que suficiente para que los padecimientos de la ciudadanía sean atendidos, pero aquí y en muchas partes del mundo, esto está lejos de ser una realidad.

 Respecto de aquello, en la actualidad la sociedad enfrenta dos dilemas: el primero, que la marcha y la resistencia pacífica, como bien se dijo antes, en nuestro modelo político y en el de muchos países en el mundo, han sido y son insuficientes para que se genere el impacto y la respuesta deseada por el protestante. El segundo que, aunque se quisiera insistir a través de estos mismos medios y mecanismos, además del dilema anterior, existe el riesgo, conforme a la experiencia de casos pasados, que se criminalicen conductas de quienes siguen manteniendo la esperanza de que algún día esto funcione.  En palabras de Roberto Gargarella: “En contextos de fuerte injustificada desigualdad social, existe un riesgo serio de que los medios coercitivos del Estado sean utilizados a los fines de preservar las desigualdades que les dan marco”. En definitiva, muchas veces la resistencia pacífica para el fin que persigue es ineficaz y peligrosa.

 Sobre el segundo dilema, todos hemos sido testigos – o al menos televidentes – de las varias detenciones o medidas arbitrarias que se han efectuado en medio de paralizaciones sociales en el territorio nacional. Casos como los reportados en las movilizaciones de octubre 2019 y de junio de 2022, o como las medidas de militarización ordenadas en contra del pueblo Sarayaku frente al reclamo histórico pacífico que exigía el respeto de sus derechos y los de la naturaleza. En muchos de estos casos, de resistencia y protesta pacífica, el abuso del derecho penal y la criminalización de conductas inofensivas han estado presentes. Parecería que, a ojos de las autoridades delgada es la línea entre la legalidad e ilegalidad.

Con lo dicho hasta aquí, es importante dejar claro al lector que respecto a la protesta y resistencia pacífica el problema que se presenta no es uno normativo y propio de nuestro derecho penal, sino más bien de quienes deciden instrumentarlo. La marcha pacífica no merece recriminación penal y esto no admite discusión, pese a los varios intentos de hacerlo luego de haber generado incomodidad dentro del Estado. Esta criminalización debería sucumbir luego de la observancia estricta al principio de legalidad y de la erradicación de la corrupción de funcionarios públicos que actúan dentro de la esfera penal y que sirven muchas veces como herramientas direccionadas por quien ostenta el poder para castigar actos y conductas legítimas y legales.  La luz para enfrentar al segundo dilema es clara, la ejecución aún es un camino difícil por recorrer en nuestro país.  

 La protesta social no pacífica como mecanismo necesario, la justificación de la coerción penal y el impedimento para reprocharla.

 Como bien se dijo anteriormente, solo en un escenario utópico y muy deseado, al menos por quien escribe, la resistencia pacífica por si misma tendría los efectos deseados. Mientras tanto en nuestro país, para ser escuchados y nuestras necesidades atendidas -que son responsabilidad del Estado-, tristemente parecería que el reclamo social debe acompañarse con violencia.

 Si no estamos de acuerdo, recordemos los enfrentamientos históricos en todo el mundo que han permitido conseguir días mejores para quienes los encaran, como el caso de las manifestaciones masivas y violentas que sucedieron en el siglo XIX y principios del XX en Londres, las cuales reclamaban el derecho al voto femenino, o como por ejemplo, los disturbios de Stonewall en 1969 que se suscitaron como reclamo frente a una redada policial en New York en contra de la comunidad LGTBQ+, o como la rebelión llevada a cabo en Ecuador por los forajidos en el 2005, la que terminó con la expulsión del ex presidente Lucio Gutiérrez debido a políticas neoliberales que no correspondían con las necesidades de los ecuatorianos y que, además, no coincidían con el plan de gobierno votado en las urnas. 

 Y si aún no estamos convencidos, pensemos en aquellos que, mediante la protesta pacífica, siempre lo intentaron, como Pedro Restrepo, padre de Santiago y Andrés Restrepo Arismendi desaparecidos en 1988 tras un operativo policial, de los cuales jamás se supo su paradero. Pedro se plantó frente a la Plaza Grande cada miércoles durante casi 19 años, exigiendo verdad y justicia por sus hijos. Murió sin respuestas un 24 de diciembre de 2024.

 En casos como los primeros y en otros similares, considero que la violencia no se presenta como una acción deliberada y arbitraria de quien resiste en las calles, sino como causa directa y necesaria de la nula respuesta al clamor de la gente. Por tanto, para tratar correctamente el problema, las autoridades deben analizar al conflicto social considerando a la resistencia no solo como la manifestación de voluntad de un grupo de personas, sino como el resultado de las decisiones políticas de los mandantes del país y como consecuencia de un Estado incapaz de escuchar y atender el reclamo cuando este carece de cierto nivel de violencia. Frente a esta afirmación cabría la interrogante: si la resistencia no pacífica es la única alternativa para quien exige sus derechos, ¿cabe la recriminación penal?

 Para dar respuesta a esta interrogante – claramente antes de abordar nuestra pregunta central ¿cuándo el ejercicio de un derecho puede convertirse en un delito? – me parece importarte abordar uno de los temas que, a mi consideración, nos permitirá responderla. Este es el estoppel en el derecho penal.

 El autor Antony Duff de “Tal vez yo sea culpable, pero ustedes no pueden juzgarme”, trae una idea que me parece interesante para lo que aquí se discute. El autor escribe acerca de aquellas condiciones que se deben cumplir antes de si quiera pensar en llamar a una persona a juicio, pese a que existan todas las pruebas que indicarían ser suficientes para hacerlo y más aún, aunque existan todas las pruebas que indicarían es culpable.

 Una de estas causas es denominada como estoppel, definida por este autor como un mecanismo para imponer incongruencia: “cuando yo dije algo o hice algo que te lleva a creer en un estado de cosas específico, tal vez yo esté obligado a cumplir lo que dije o hice, aún cuando ningún contrato me obligue a hacerlo”. Ejemplo de aquello es cuando un agente de fiscalía prometa a una persona responsable de un crimen, solicitar una pena inferir a la que correspondería a cambio de información valiosa sobre el hecho que involucra a otras personas. Sin existir acuerdo formal sobre aquello, la fiscal pese a no estar obligada, debería hacerlo porque si no lo hace sería un caso de estoppel, un impedimento para el juicio.

 Si bien es un tema que merece mucho de lo que escribir, aquí me limitaré a construir una analogía o una extensión del término aplicable al análisis que abordo en este artículo, en los siguientes términos: Si las autoridades de un Estado prometen a sus ciudadanos servicios de salud y educación de calidad y gratuitos durante procesos electorales, como mecanismo de congruencia, estas deberán cumplirse, y si no lo hacen, estaríamos frente a un claro caso de estoppel, un impedimento para la criminalización de la resistencia violenta, al ser el este el único mecanismo eficaz para reclamar estos servicios, como bien concluimos en líneas anteriores.

 El incumplimiento de las autoridades a las promesas y obligaciones frente a la ciudadanía –debe entenderse como aquel incumplimiento arbitrario y voluntario-, sumado a la falta de respuesta frente al derecho de protesta y resistencia, es una causa que debilita su legitimidad para acusar, juzgar, condenar y castigar a un protestante que terminó siendo un delincuente.

 Con lo dicho, sobre el ejemplo aquí expuesto y la pregunta de si cabe la recriminación penal, a claras luces la respuesta es no.

 A mi parecer, con esto coincide Von Hirsch, citado por Roberto Gargarella en Injusticia Penal, Injusticia Social, cuando dice: “mientras que a un segmento sustancial de la población se le nieguen oportunidades adecuadas para su sustento, cualquier esquema para castigar debe ser moralmente defectuoso”, y en mi opinión, no sólo moralmente defectuoso, sino que además debe serlo jurídicamente. Debe serlo.

 En suma y respondiendo a la pregunta que abrió este análisis, puedo decir que el ejercicio de un derecho puede convertirse en un delito fácilmente, sin embargo, deben existir impedimentos para criminalizar estas conductas e ilegitimidad de la autoridad para perseguirlo y castigarlo. En términos prácticos, si durante una manifestación un grupo de personas ejerce su derecho a la resistencia y, en ese contexto, cometen el delito tipificado como paralización de servicios públicos como el cierre vial, considerando que no existen otros mecanismos eficaces para actuar de forma distinta y obtener respuestas y resultados, a mi juicio no deben ser castigados.

 Debemos dejar a un lado que la coerción penal se justifica en todos los casos, no es eso pues el principio de mínima intervención penal. Más bien debemos cuestionar al Estado sobre sus razones para instrumentalizar el poder punitivo dado el contexto social que existe y del que es el directo responsable. Más que proponer una solución definitiva a lo aquí cuestionado, intención que jamás fue planteada por quien escribe, pretendo abrir el debate sobre lo abordado, lo que quizá nos lleve a la búsqueda de formas alternativas de solución de conflictos penales que sean más respetuosas de todos los intervinientes y la justicia social.

 Para los lectores y para quienes les interese encontrar un camino sobre lo aquí escrito, queda otro capítulo por debatir: ¿cuánta y qué violencia se podría aceptar como manifestación del derecho a la resistencia? Quien escribe no es partidaria de la violencia, al contrario, estoy convencida de que la paz es el camino. Sin embargo, no puedo ignorar que un Estado que incumple con sus obligaciones mínimas, que no escucha a su pueblo, que gobierna para unos pocos y que criminaliza incluso la resistencia pacífica, ejerce ya una forma de violencia, una más grave, una que busca perdurar a costa de los ciudadanos.